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“Me mato para no matar a otro”. Escribió Otto Weininger poco antes de suicidarse (según lo describe Josep Casals en su libro Afinidades vienesas). Y también, otra sentencia de Weininger: “El hombre perfectamente bueno debe morir joven”. Hemos escuchado estas sentencias más de una vez, y no expresadas por un escritor joven, atormentado, alucinado y torvo como Weininger; sino por cualquiera que, presa de un rapto de lucidez, comienza a sentir la gravedad y el inconveniente de haber nacido y de madurar. O que simplemente se percata de que la vida —desde el nacimiento a la muerte— no se desplaza en línea recta, sino que tal vida llega a concentrarse en un punto o en un lapso cuya brevedad es bella e hiriente, intensa y a veces dichosa: un lugar fugitivo desde el cual se mira y se presiente el pasado y el futuro. Por ello Ernst Mach, afincado en Viena, concebía el yo como una conciencia disgregada y dispersa en busca de la objetividad. Existe un conjunto de paisajes, hechos, rostros, continuidad y memoria que nos dicen que hemos tenido una vida, pero ello es sólo una afirmación endeble e indemostrable