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Un solo cerillo, una chispa, habrían bastado para que el cuerpo de Rosa ardiera. No ocurrió así porque entre sus agresores hubo discordancia. La gasolina la empapaba. Unos decían que les servía mejor viva que muerta, otros gritaban que era mejor acabar de una vez con ella mientras le acercaban un encendedor. En ese momento Rosa carecía de un nombre: la llamaban traidora. Su placa se perdió en medio de palabras amenazantes: ¡Línchala… mátala... !, gritaban. Iba desarmada. Su única identidad era un uniforme azul de la Policía Federal que la convertía en el enemigo a vencer. Cayó en una emboscada en un territorio de hombres y mujeres encapuchados; “ellos también ocultando su identidad”, narra a EL UNIVERSAL desde la cama de un hospital, hoy en terapia intermedia.
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Facso, 7 years ago
Eso le pasa por cantar reggaeton