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Los pierde eso que alguien llamó, tiempo atrás, la tentación de sí mismos: “Ese momento en que miran alrededor, miles de cabecitas allá abajo, y piensan pobres, qué sería de todos ellos si no estuviera yo. O, incluso: qué habría sido de todos ellos si yo no hubiese estado. O, si acaso: qué será de todos ellos cuando yo ya no esté. O quizá piensen ay, qué duro ser el único que. O tal vez, quién sabe: ¿por qué será que sólo yo lo puedo? Lo cierto es que, piensen lo que piensen, creen que el estado –de las cosas, de los cambios, de su ¿revolución?– es ellos y que sin ellos nada. Entonces, se contradicen en lo más hondo y ceden –gozosamente ceden– a la tentación de sí mismos”.