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Llovía en el exterior del palacio imperial, en el centro de Tokio. Centenares de personas con paraguas miraban sus teléfonos y tabletas. En el interior del palacio, en el Salón de Pino reservado para las ceremonias más importantes, Akihito completaba un acto que no ocurría desde hace 200 años: la abdicación de un emperador. “Espero, junto a la emperatriz, que la era Reiwa que comienza mañana sea una época estable y fructífera. Rezo con todo mi corazón por la paz y la felicidad del pueblo en Japón y en todo el mundo”, fueron sus últimas palabras oficiales como jefe de Estado.