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Cuando un viejo pelotari ve jugar jai alai (cesta punta), sus ojos se abren y su cara se ilumina. Aprieta los dientes y deja que la velocidad del juego le dispare la adrenalina. Mueve la cabeza de izquierda a derecha como el que sigue un perfecto compás y tararea por dentro una antigua canción que hace mucho que no canta, pero que conoce al detalle. Los golpes secos y chirriantes de la pelota contra la pared se mezclan con los gritos de los jugadores, los pelotaris, artífices de que algo tan simple y a la vez tan hermoso ocurra entre tres paredes. El público en las gradas vive con euforia el ir y venir de la bola que rebota, mientras los corredores de apuestas gritan ¡cien azules! y motivan a los asistentes para que apuesten y el dinero siga corriendo mientras sube la tensión del marcador.
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