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En un viaje a Badiraguato, el pueblo de Sinaloa en el que han nacido los mayores narcotraficantes de México, conocí a un muchacho que tenía colgada en la pared, con orgullo de coleccionista, una sartén que una cocinera había utilizado para prepararle la cena a Joaquín El Chapo Guzmán. Entonces vivía escondido en las montañas y sus escasas apariciones entre la gente común tenían reconocimiento divino sin necesidad probatoria del Vaticano. Le llamaban El Señor y le admiraban por haberse convertido en uno de los hombres más ricos del mundo habiendo nacido en un lugar pobre y remoto.
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